miércoles, 13 de julio de 2011

Tangos

Percal, ¿te acuerdas del Percal?
Tenía quince abriles,
Anhelos de sufrir y amar…
               
            Me doy las últimas vueltas enredada entre las sábanas. Él me toma por la cintura y me lleva al centro del salón para bailar tango, está vestido de vestón azul muy claro y pantalones negros. Es alto. Me conduce entre nubes, dos, tres pasos y cruce de piernas, me equilibro en tacos altos. Estoy con el vestido blanco de mi graduación del liceo en el medio del salón. Nos deslizamos alados en compases de a cuatro en cuatro, iluminados por reflectores que nos acompañan por la pista. Mi vestido cambió de color y se ajustó a mi cuerpo sin que hubiera sentido el paso del tiempo, ahora lo llevo negro y una rosa roja prendida a la pierna, todos los chiquillos nos rodean.

Malena canta el tango como ninguna,
Malena tiene pena de bandoneón…

            D’arienzo y su orquesta aumentan el volumen… no… es mi papá, siempre hace lo mismo cuando pasa la hora y nadie se levanta. En el desorden de sábanas y frazadas, la rosa roja mi pierna izquierda todavía la tiene.
             Salgo de la cama y paso por los viejos, están en el comedor conversando en voz bajita, en un susurro de pareja que ya conoce sus tonos y sobre-tonos.
            
           ¡El día está tan claro! La luminosidad blanca azulada entra por las ventanas del living resaltando cada adorno de la mesita del centro, como si recién hubieran sido puestos allí. Las paredes, de papel amarillo, están bañadas de luz y el sofá, hace tantos años en el mismo lugar, parece acomodado en sus méritos por tiempo de servicio. La estatua de la mujer del “dolor de cabeza”, a pesar del drama, muestra su  altivez y el brillo del bronce oscurecido la viste de nobleza. En la esquina del estante los libros envejecidos ganan nuevos colores y la cortina se mueve leve dando permiso a un aire frío primaveral.
        
           Atravesé el porche, entre helechos viajados desde tierras tropicales, begonias coloreando las hojas de rojo oscuro y violetas de los Alpes comenzando a mostrar un pequeño botón de flor colgado de un tallo estilizado que se esfuerza contra la fuerza de gravedad, él sabe que su flor debe girarlo hacia arriba para abrir. Siento el frescor de la mañana en las mejillas y el suelo ligeramente mojado por el rocío del alba, con las gotas menudas esparcidas, el patio parece encerado. Las hojas de la hortensia están creciendo y en algunos puntos ya aparece lo que serán flores azules en la esquina del jardín. El juego de matices entre pensamientos morados y violetas lilas y rosadas me obliga a soltar un suspiro guardado, que el alma lo estaba aconsejando a mostrarse con prudencia.
            No es todos los días que se sienten los latidos del lugar de donde se es.
             
           Subí la escala hacia la pieza de arriba. A lo lejos se veía amanecer el puerto con la languidez de un comienzo de domingo, la neblina matinal le daba un aire de Monet, no se alcanzaba a ver la punta de la bahía que esconde Playa Ancha. Sin embargo, más cerca, el azul del Pacífico y el vuelo fiestero de las gaviotas anunciaban que los botes pesqueros ya habían llegado a la Caleta Portales con su carga de congrios, mariscos y algas marinas.
           
            La brisa se apoderó de mí y el frío me hizo bajar hasta la casa. Entrando tocó el teléfono – che, chilena, ¿se me pasó la mano con el volumen de los tangos? – Era mi vecino argentino – che, el domingo está comenzando y São Paulo húmedo de tanta llovizna.
            ¿Quieren venir a almorzar conmigo? – invité, para esconder el lamento de haber despertado.