Nos salió al encuentro la sensación de que no estábamos solos, las hojas crujían independientes de nuestros pasos, el olor del humus negruzco, que pisábamos con dificultad, se hizo más intenso. La humedad aumentó y la falta de visibilidad empañaba nuestro sentido de orientación. El dolor nos desquiciaba.
El techo de ramas enmarañadas comenzó a moverse con fuerza y un viento huracanado a aullar con terror, la luz de un relámpago iluminó nuestra incapacidad de situarnos en el espacio, el estruendo de un trueno arreció el ambiente y el estrépito del agua el resto de equilibrio que nos quedaba.
¡Quién sabe cuánto duraría la borrasca! sin embargo en ese lugar sin tiempo escampó de un tirón y el sol comenzó a hacer esfuerzos para penetrar esa abundancia confusa y desordenada de los árboles con rayos entrecortados que calentaban el verde que nos oprimía.
El aire caliente dominó la humedad y nuestra respiración se hizo cada vez más jadeante, comenzamos a sudar, a sentir frío y calor y la aceleración de nuestro pulso elevó el ritmo a compases asustadores.
No nos habíamos dado cuenta que recuperado el rumbo, en menos de un segundo, el agua se hizo presente. Brillaba a lo lejos y los rayos del sol provocaban caminos de monedas de plata en su superficie, las monedas nos seducían pero cuando alargábamos las manos no conseguíamos tocarlas, se nos escapaban por entre los dedos. No importaba. Aparecían tantas y tantas que ya las alcanzaríamos…las alcanzaríamos.
Alejandra Arenas.