domingo, 30 de octubre de 2011

PISKU

            La lluvia  persistente me despertó, entró con su ritmo constante y acogedor a mi pieza. Luego se fue transformando en una tormenta azotando el agua contra las ventanas, la temperatura se olvidó que estamos en primavera y la oscuridad no dejó amanecer el día. Bajé a la cocina, en las primeras horas de la mañana, para acompañarla con un té caliente y la lectura del periódico. Las gotas fuertes golpean las tejas de vidrio que, de tanto subir niños a buscar volantines, se trizaron lo suficiente para abrirle paso a una gotera. Puse un balde y me deleité con el sonido de la gota que inadvertida me llevó a otros parajes donde el invierno es rudo, los árboles se mueven desenfrenados al compás del viento y el pito de una locomotora se deja llegar a los oídos más distantes. En la Araucanía, los bosques cordilleranos esconden hierbas medicinales y aromáticas que también aliñan las comidas enloqueciendo nuestro paladar. El sonido mecánico de la gota me transportó al medio de la niebla sureña, los corredores entre las rucas estaban silenciosos, era temprano todavía, una Machi y sus hijas chapoteaban en el barro mientras comentaban los ingredientes del almuerzo. La bruma se intensificaba y a veces las perdía de vista pero el sonido crepitante y el perfume que emanaba la leña en el kütrhal me indicaban el rumbo hacia la ruca central. Ellas vestían pilkeñ de colores desteñidos y manto negro para el frío pero el brillo de la plata de sus trapelakuchas acompañaba cada movimiento y gestos de las mujeres.
            Hay que hacer una oración antes de entrar a las plantaciones – explicaba la Machi – darle las gracias a los espíritus por las hojas que se recogen. Cuando se corta un gancho de un arbusto debemos dejar algo a cambio de lo que estás retirando, esa entrega tiene que ser de gran valor personal para honrar a la naturaleza – decía a sus hijas – puede ser un collar – continuaba – yo les  amarro  lanas de oveja de mis telares porque  si no las hierbas, en vez de hacer bien, causan daño. Vayan a buscar bastante kinwa para ponerle a la sopa y preparar mudai para la sed. Las que allí se quedaron, mientras tanto, lloraban picando chalotas, luego las pusieron en la manteca de una olla profunda para freírlas junto al ajo, comino, un poco de romero y ají color. Tenemos que agregar los chícharos, porotos verdes, locro y mucha acelga. Los digüeñes en el medio para conservarles el sabor.
Las recetas dependen de las manos que les dan vida – pensaba la Machi – ellas  cambian de personalidad de una cocinera para otra. Había que saber escoger, sin embargo el grano más tierno podía padecer las limitaciones de quien lo cocinaba pero el más maduro de ellos podía transformarse en una delicia en manos con experiencia ; las suyas ya temblaban. Sintió ternura por la juventud de sus hijas, se preguntaba si el destino venía trazado, porque observándolas les adivinaba una fuerza interior que lo desafiaba. La fragancia que exhalaba desde el fondo de la olla le trajo recuerdos de las historias que su abuela contaba  junto al fogón. Los digüeñes  emanan el olor de las entrañas de la tierra – decía la abuela – su aroma es parecido al del hombre, hay que buscarlos en los robles al día siguiente de las lluvias, son los más sabrosos. Los olores tienen el poder de trasladarnos en el tiempo, quién sabe lo que ellas recordarán de este día, se preguntó cabizbaja la Machi.
           Pongan las papas y el zapallo por último – dijo – para recuperarse del pensamiento que la acechaba y cerrada la olla las invitó a cortar el cilantro, chalotas y vinagrillo para picarlos muy fino. El yuyo fue cortado, en pedazos mayores, con las manos y las hojas de puerros y el ají completaron el pebre del cerdo ahumado.
            La fragancia inconfundible revistió el ambiente de mi cocina con una sensación acogedora, mi perro se puso juguetón y con un meneo de cola anunció que el Pisku estaba listo. Lo llevamos humeando a la mesa en bandejas de greda y luego estábamos todos dicharacheros.
            Después de almuerzo salí al balcón buscando la lluvia, quién sabe para agradecer a la Machi la receta que me había enseñado, volví al brillo blanco austral que les viste todos los días y me fue muy fácil imaginar la tonalidad exacta que tiene el rayo de luz que ilumina la ruca.

 

Alejandra Arenas