domingo, 7 de abril de 2013

La otra Cara de la Moneda


 Cintura de metro – me dijo el médico – es sinónimo de ataque cardíaco. Después de engordar tanto, mi única entretención era comer cada vez más. No me pregunten cómo pasé de cincuenta y un kilos a ciento veinte. Ahora no importa más. Mi corazón explotó como ojiva de cohete.

A cada compra que hacía, miraba mi carro llenándose de verduras. La feria del domingo hervía de gente. Los rábanos que había comprado los cortaría en rodelas para ponerlos encima de las hojas de lechuga. Combinarían con las hojas verdes con orillas en color morado. La base de la ensalada ya estaba lista, necesitaba agregarle berro, palmito, aceitunas negras ¡Se me hacía agua la boca! Pero había algo que no me dejaba disfrutar este paseo del placer. Me sentía como una coca-cola recién abierta cuyos gases se pelean por subir desorganizadamente. Un dolor agudo en el pecho acabó con mis dudas, los rábanos saltaron del carro desparramándose  en el suelo junto conmigo, me vi envuelta en un giro vertiginoso lleno de matices de verdes hasta llegar a la oscuridad.

     Cuando volví a la conciencia creí que eso significaba estar viva, me engañé. Vi mi cuerpo en el suelo rodeado de gente, cada uno con su carro de la feria y el mío, tan ridículo como yo, yacía en el suelo haciendo causa común conmigo. Yo lo miraba desde la misma perspectiva de los curiosos, intenté preguntarle a una señora con cara de espantada - ¿Qué pasa? - pero ella no me respondió, me ignoró como si yo no existiera.  ¡Qué falta de dignidad para morir! – pensé – debíamos hacer un curso para aprender a partir con decoro.

     Como suele suceder en estos instantes (me parecieron un siglo) la gente aumentaba a mi alrededor con poquísimas iniciativas de actuar con mayor rapidez. Nadie llamaba a la ambulancia, policía u otros menesteres. A no ser un borracho que hizo intentos de agacharse para hacerle respiración boca a boca a mi cuerpo. Entre perplejo y tambaleante se fue acercando pero creo que los pudores de la concurrencia fueron mayores y lo sacaron de mi lado antes de aumentar las ridiculeces del momento.

      Comencé a observar lo que es evidente aunque nunca ponemos atención. La muerte sorprende. Las personas no se movían, atónitas  paralizaban  la actividad de la feria - ¿Por qué no se irán a almorzar? – me pregunté. Hice intentos de levantar mi carro y recuperar los rábanos y las lechugas. Fue entonces que descubrí que no tenía poderes para tomar los objetos que eran míos. Parecía que ya no lo eran más. Enseguida surgió un policial y después otro, pusieron orden a la batahola y oficializaron mi muerte cubriéndome con diarios. Escuché el murmullo de todos esparciéndose para continuar su domingo, el mío era una tremenda incógnita para mí. Me subieron a una ambulancia y yo acompañé mi cuerpo.

     Me llevaron a un lugar que parecía un hospital, aunque yo no veía heridos o enfermos alrededor. Me desnudaron y cubrieron con un paño blanco. Si no fuera por la burocracia de las digitales me hubiera sentido desprovista de identidad. Parece que antes de lo esperado ya tenían mis datos porque me pusieron un papel escrito amarrado a un dedo del pie derecho y me encaminaron a un lugar con cajones refrigerados. Deduje que era la morgue pero yo no sentía nada, ni frío, ni olores. Apenas una inseguridad muy grande, no sabía dónde iba a vivir de aquí en adelante y cómo sería esta vida de fantasma.

     ¿Cuántos minutos u horas habrán pasado? perdí la noción del tiempo, permanecí en el suelo muy cerca del cajón donde guardaron mi cuerpo. Tenía miedo de perderlo de vista, si bien que ahora me sentía leve, como las lechugas de mis ensaladas, no me acostumbraba sin él. Era el único eslabón que me identificaba. Parecía que los acontecimientos pasaban entre ensueños, así me sentía, cuando entraron dos enfermeras y fueron directo a mi cajón. Pasaron mis restos a una camilla. Los trasladaron a otro piso, yo deambulando a su lado en ascensores y largos pasillos. Entramos a un lugar con aspecto de sala de operaciones. Allí esperaban una arsenalera y un médico. Lo vi concentrado ajustándose los guantes quirúrgicos. Cuando se puso de frente a la mesa distinguí su juventud. Pero no dio tiempo de hacer más observaciones, en espacio de segundos tomó un bisturí e hizo un tajo enorme en mi vientre. Me desmayé (o mejor dicho me desconecté como fantasma). Volví en mí cuando estaban terminando la costura de la tremenda incisión y escuché que el médico le decía a su ayudante que se podía retirar – del resto cuido yo – le dijo.

     Lo observé quitándose los guantes, lavándose las manos y desvistiendo la ropa que usó para la autopsia – ¡Qué hombre lindo! – me dije – tenía una cara de ángel con cabellos rubios y crespos. Me sorprendió que antes de irse volviera a la mesa de operaciones y se quedara observándome largo rato. Pero su reacción siguiente me tomó desprevenida. Comenzó a acariciarme, me dio un beso casi rozando los labios y extendió sus caricias más de lo permitido. Ahí estábamos, él concentrado en los cariños, yo indignada por la invasión de privacidad y al mismo tiempo contenta con la tremenda conquista que había hecho, cuando se escucharon pasos en el corredor. El médico se retiró, sopló un beso de despedida  a mi cuerpo y le dijo - ¡Chao linda! De inmediato entró a la sala de al lado.
     Llegaron dos hombres a buscar lo que restaba de mí, me pasaron a la camilla nuevamente y antes de cubrirme con el paño blanco, uno de ellos comentó: - ¡Qué gordita sexy! - Lo único que me faltaba ahora – pensé – es que después de muerta me llovieran los hombres.

     Corrí el trayecto de vuelta a mi lado, hasta llegar al cajón que me correspondía. Cuando me dejaron sola, me senté en un rincón a meditar en lo sucedido. Comenzó a bajarme una indignación que no me dejaba en paz. Decidí que debía buscar al médico y pedirle explicaciones. Entré por la sala de operaciones y encontré abierta la puerta de una pieza pequeña con aspecto de consultorio. Allí estaba él, con su cara de ángel de las bóvedas de la Capilla Sixtina, comiendo papitas fritas y viendo fútbol en la tele. Me acerqué a su oído y comencé a pedirle explicaciones sobre su acometer repentino a una mujer desprotegida. Primero en voz suave pero él no me escuchaba, terminé gritando. Él continuaba mirando el fútbol. No hay mucha diferencia – observé sorprendida – entre estar viva o estar muerta al lado de un hombre que está mirando un partido de fútbol en la TV.
Me retiré furiosa.