lunes, 20 de mayo de 2013

La otra Cara de la Moneda II


                             

El perturbador encanto provocado por el médico legista se evaporó al instante en que llegué a la sala donde se encontraba mi cuerpo. Encontré dos enfermeras retirando cadáveres que habían sido reclamados por sus familiares. Uno de ellos me llamó la atención. Escuché que ya había cumplido el plazo de estadía en los cajones refrigerados y era necesario retirarlo.

Lo remecí para ver si de él surgía su alma o algo parecido quería  comunicarle que se previniera, si no lo enterrarían en una fosa común.  Su cuerpo no emitía ninguna señal.  Las sorpresas se sucedían unas a otras,  no solo me di cuenta de que no había visto ningún fantasma o entidad que acompañara los cadáveres que allí estaban, sino que también yo no conseguía comunicación con ellos. Pero,  la evidencia que más me afectó fue que yo sería la próxima en ser retirada a una sepultura para indigentes si nadie me reclamaba.

Las reflexiones no me dejaban enhebrar una conclusión. Esa historia de que un pariente o conocido, que ya murió, vendría para ingresarme  a la nueva vida, parece que no existe. El único de la familia capaz de tal gentileza sería mi abuelo paterno, pero hasta aquí no se había manifestado. Yo creía que las comunicaciones funcionaban del más allá para acá y viceversa. Al final, familiares y amigos se habían conectado conmigo en la hora de su muerte. De algún modo se las arreglaron para avisarme. Algunos a través de sueños, otros días antes, dándome tiempo para alertar a la familia y visitarles. El último tío que falleció me llamó al celular tres días antes de su muerte para despedirse. Después de haber servido de antena familiar, ahora muerta, no imaginaba cómo activar la conexión. O entonces soy una buena receptora – me dije – pero no contengo el servicio inverso.

¿A quién le aviso?  No tengo hermanos, mi padre vive en un limbo particular desde que se entregó al vicio de la bebida y mi madre se alejó a vivir su vida cuando yo completé dieciocho años.

Mis divagaciones, sin embargo, fueron interrumpidas por las enfermeras, nuevamente.  Para mi asombro se dirigieron a mi cajón. Retiraron mi cuerpo con comentarios de que por fin alguien me reclamaba. Corrí contenta a mi lado; de esta vez los pasillos lúgubres y ascensores destartalados, del edificio, me parecieron gentiles. Me despedí del lugar sintiendo dignidad. Alguien se responsabilizaba por mí.

Mi mamá permanecía en un banco de espera con papeles en la mano y el cabello cubierto de hebras color de plata. Mis sentimientos se agolparon para salir desordenadamente. Explotaron en ternura por verla tan vieja,  agradecimiento por ser ella quien me daría sepultura. No sabía cuánto había anhelado este momento. Luego me trasladaron a un ataúd y viajé en la camioneta del servicio funerario hasta una sala del cementerio. Fue todo muy rápido, la sala comenzó a llenarse de gente desconocida, amigos de mi madre y de su compañero. De vez en cuando ella se acercaba y me observaba, en ese instante yo supe que ella estaba reconciliándose conmigo y yo perdonándola por su maternidad tardía.

El atardecer estaba retirando su luz, agarrada al  follaje de los árboles e iluminando levemente las criptas, cuando decidieron iniciar el cortejo hasta mi tumba. Estaba tan embebida en las últimas prácticas maternales de mi madre que me sorprendió una nueva preocupación. ¿Qué haría yo sin mi cuerpo?

Me distancié con la intención de reflexionar mientras mi funeral seguía su rumbo, cuando apareció una figura conocida. Mi primo Manolo corriendo por entre los árboles, atrasado como era su costumbre. Pasión  de mi adolescencia. Se completaban  los regalos de mi partida – pensé,  sin mucha seguridad de lo que acababa de sentir,  pero me hizo bien.  Acompañé su carrera hacia  lo que él creía que era mi entierro pero su actitud siguiente me sorprendió. Él se integró al funeral de otro muerto. Se abrió paso entre las personas, buscando a mi madre con la mirada, no la encontró, pero se acercó al ataúd y reclamó un lugar para cargarlo. Enseguida lo vi emocionarse y soltar algunas lágrimas. Me aproximé y le hice cariño, Manolo continuó llorando e intentando secarse la cara con la manga de la camisa. En eso estaba cuando una chica le preguntó si él era muy amigo de su padre. Despistado, como siempre, recién comprendió que se había equivocado de muerto.

Luego del responso vi bajar mi ataúd.  Ansié acompañar, una vez más, mi cuerpo; entré al cajón y fui sintiendo el sonido de la tierra en la madera como un ritual, golpeándolo, cubriéndolo y hundiéndolo poco a poco. La oscuridad tenía cara de muerte.

Salí a la superficie, quería pensar, luchar contra el sentimentalismo. Las personas ya se habían retirado. La soledad del momento no me asustaba, ya la conocía. La había aceptado hacía mucho tiempo. Nunca me había engañado negándola. Venimos solos, optamos por los caminos que seguimos solos, nadie nos lleva de la mano hacia dónde vamos. Por más que los que nos quieren,  nos deseen la mejor travesía posible, nuestro camino contiene las piedras y bifurcaciones que escogemos. Me pareció un siglo reflexionando pero  llegué a una conclusión que me llenó de ánimo. Inventaré una vida nueva para mí. No cambia mucho la cosa – me dije – entre esta vida y la anterior. Somos entes solitarios y parece que continuamos siéndolo. Acababa de darme cuenta de que tengo conciencia de quién soy yo. ¿Cuántos nudos me confinarían a la materia todavía?  No lo sé, pero sentía que me estaba acostumbrando a mi nueva naturaleza. Después de un día cansador, me adormecí con la sensación de la misericordia del sueño.